En mitad del desierto, donde un día estuvo la gran ciudad de Persépolis, hoy sólo permanecen en pie dos grandes esfinges. Cuenta la leyenda, que estas esfinges eran la puerta de un gran salón que
conducía a los embajadores extranjeros hasta los pies del Gran Emperador de los Persas.
El Gran Emperador de los Persas era el hombre más rico y poderoso sobre
Entre los hombres sabios que le rodeaban, había arquitectos y magos, que miraban las estrellas y leían en ellas el destino del Gran Emperador. Así fue que uno de ellos vio en las estrellas un mal augurio para su señor. Sin tardar, le contó al Gran Emperador que había visto como un hombre que venía de lejos traería la destrucción a su corte. El Emperador encargó entonces a sus arquitectos y magos que construyeran una trampa para capturar a aquel hombre. Después de muchos días consultando las estrellas y debatiendo cual sería la mejor trampa para retenerlo para siempre, pensaron que deberían construirla en el camino que llevaba a los pies del Gran Emperador en el Salón de las Audiencias Públicas. De forma que aquel hombre no llegara a pisar el salon del trono del emperador. Así, construyeron dos esfinges gigantescas. Una a cada lado del camino. No eran unas esfinges ordinarias. Eran dos esfinges mágicas. Estaban diseñadas para ver los destinos de la deriva de los viajeros que cruzaran a sus pies.
Un día, un emisario llegó de tierras lejanas. Era un hombre sabio, pero joven; ni muy rico, ni muy pobre. Se alojó con los otros emisarios que iban a ver al Gran Emperador en unas dependencias acomodadas para los consules y emisarios. Por la noche, como se hacía siempre, la corte del Gran Emperador, al completo, organizó una gran fiesta para agasajar a todos ellos, llegados de los cuatro rincones del mundo. En ella, las bailarinas del Gran Emperador bailaron para ellos. De entre todas ellas, el emisario, ni rico ni pobre, se fijó en una. Ella era bella como las otras. Ni alta, ni baja, pero en sus ojos brillaba una llama que encendió el alma del emisario. Ella bailó para él. Ambos se amaron en ese instante, sin saber más el uno del otro. El emisario tomó una determinación. Pedir al Gran Emperador la mano de aquella bailarina en la audiencia ante el Gran Emperador.
Cuando le llegó su turno fue llamado para
Y así se cumplió la profecía que las estrellas predijeron. Aquellas esfinges habían atrapado al hombre que había traido la destrucción a la corte del Gran Emperador. A veces las estrellas son caprichosas y juegan con el hombre. Y los magos que leyeron sus augurios en ellas, desconocían que aquellas esfinges destinadas a proteger la corte del Gran Emperador, eran también el arma que propiciaría su destrucción. Precisamente ellas, las dos grandes esfinges, que aun hoy nos miran en medio del desierto se mantuvieron en pie. Seguramente por la magia que las unía. O, quizas, por el alma que encerraban, de aquel hombre, ni rico, ni pobre.
La bailarina permaneció días a sus pies. Maldiciendo a las estrellas que habían urdido aquella trampa. Y poco a poco fue consumiéndose a los pies de las esfinges. La magia que rodeaba aquel lugar, la maldición de las estrellas, fueron calando en sus huesos, mientras el viento del desierto la azotaba, abrazada a las esfinges. Así, la bailarina al calor de los rescoldos del viejo palacio fue convirtiéndose en ceniza. Una ceniza blanquecina y fina. Que sin dejar de ser ella, tomó la forma de una ceniza ligera que se alió con el viento para viajar con él.
Y es así que desde entonces hace el amor con su amante. Por las noches. Cuando el desierto está oscuro y frio. El viento la arrastra en sus brazos. Ella se cuela en los resquicios de
El ReyMono
"Los cuentos de El ReyMono"
16 de febrero de 2006