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sábado, 28 de agosto de 2010

La camara de Marco Polo

Rusia, entorno a 1910.
Fotografias en color tomadas por Sergey Prokudin-Gorsky.

...enviados a inspeccionar las remotas provincias, los mensajeros y los recaudadores de

impuestos del Gran Kan regresaban puntualmente al palacio real de Kemenfú y a los jardines

de magnolias a cuya sombra Kublai paseaba escuchando sus largas relaciones. Los

embajadores eran persas sirios coptos turcomanos; es el emperador el extranjero para cada uno

de sus súbditos y sólo a través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar su

existencia a Kublai. En lenguas incomprensibles para el Kan los mensajeros referían noticias

escuchadas en lenguas que les eran incomprensibles: de ese opaco espesor sonoro emergían las

cifras percibidas por el fisco imperial, los nombres y los patronímicos de los funcionarios

depuestos y decapitados, las dimensiones de los canales de riego que los magros ríos

alimentaban en tiempos de sequía. Pero cuando el que hacia el relato era el joven veneciano,

una comunicación diferente se establecía entre él y el emperador. Recién llegado y

absolutamente ignaro de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino con

gestos: saltos, gritos de maravilla y de horror, ladridos o cantos de animales, o con objetos que

iba extrayendo de su alforja: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, y disponiendo delante

de sí como piezas de ajedrez. De vuelta de las misiones a que Kublai lo destinaba, el ingenioso

extranjero improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad era

designada por el salto de un pez que huía del pico del cormorán para caer en una red, otra

ciudad por un hombre desnudo que atravesaba el fuego sin quemarse, una tercera por una

calavera que apretaba entre los dientes verdes de moho una perla cándida y redonda. El Gran

Kan descifraba los signos, pero el nexo entre éstos y los lugares visitados seguía siendo

incierto: no sabía nunca si Marco quería representar una aventura que le había sucedido en el

viaje, una hazaña del fundador de la ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o una

charada para indicar un nombre. Pero por manifiesto u oscuro que fuese, todo lo que Marco

mostraba tenía el poder de los emblemas, que una vez vistos no se pueden olvidar ni

confundir. En la mente del Kan el imperio se reflejaba en un desierto de datos frágiles e

intercambiables como granos de arena de los cuales emergían para cada ciudad y provincia las

figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.

Con el sucederse de las estaciones y de las embajadas, Marco se familiarizó con la

lengua tártara y con muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus. Sus relatos eran ahora

los más precisos y minuciosos que el Gran Kan pudiera desear y no había cuestión o

curiosidad a la que no respondiesen, y sin embargo, toda noticia sobre un lugar remitía la

mente del emperador a aquel primer gesto u objeto con el que Marco lo había designado. El

nuevo dato recibía un sentido de aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema un

sentido nuevo. Quizá el imperio, pensó Kublai, no es sino un zodiaco de fantasmas de la

mente.

El día que conozca todos los emblemas— preguntó a Marco— ¿conseguiré al fin

poseer mi imperio?

Y el veneciano:

—Señor, no lo creas: ese día serás tú mismo emblema entre los emblemas...

Extracto de "Las Ciudades Invisibles", de Ítalo Calvino.

lunes, 9 de agosto de 2010

... el paso del tiempo... una puerta a otro lugar...
"Desert Indoors". Fotografias de Alvaro Sanchez-Montañes