...enviados a inspeccionar las remotas provincias, los mensajeros y los recaudadores de
impuestos del Gran Kan regresaban puntualmente al palacio real de Kemenfú y a los jardines
de magnolias a cuya sombra Kublai paseaba escuchando sus largas relaciones. Los
embajadores eran persas sirios coptos turcomanos; es el emperador el extranjero para cada uno
de sus súbditos y sólo a través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar su
existencia a Kublai. En lenguas incomprensibles para el Kan los mensajeros referían noticias
escuchadas en lenguas que les eran incomprensibles: de ese opaco espesor sonoro emergían las
cifras percibidas por el fisco imperial, los nombres y los patronímicos de los funcionarios
depuestos y decapitados, las dimensiones de los canales de riego que los magros ríos
alimentaban en tiempos de sequía. Pero cuando el que hacia el relato era el joven veneciano,
una comunicación diferente se establecía entre él y el emperador. Recién llegado y
absolutamente ignaro de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino con
gestos: saltos, gritos de maravilla y de horror, ladridos o cantos de animales, o con objetos que
iba extrayendo de su alforja: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, y disponiendo delante
de sí como piezas de ajedrez. De vuelta de las misiones a que Kublai lo destinaba, el ingenioso
extranjero improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad era
designada por el salto de un pez que huía del pico del cormorán para caer en una red, otra
ciudad por un hombre desnudo que atravesaba el fuego sin quemarse, una tercera por una
calavera que apretaba entre los dientes verdes de moho una perla cándida y redonda. El Gran
Kan descifraba los signos, pero el nexo entre éstos y los lugares visitados seguía siendo
incierto: no sabía nunca si Marco quería representar una aventura que le había sucedido en el
viaje, una hazaña del fundador de la ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o una
charada para indicar un nombre. Pero por manifiesto u oscuro que fuese, todo lo que Marco
mostraba tenía el poder de los emblemas, que una vez vistos no se pueden olvidar ni
confundir. En la mente del Kan el imperio se reflejaba en un desierto de datos frágiles e
intercambiables como granos de arena de los cuales emergían para cada ciudad y provincia las
figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.
Con el sucederse de las estaciones y de las embajadas, Marco se familiarizó con la
lengua tártara y con muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus. Sus relatos eran ahora
los más precisos y minuciosos que el Gran Kan pudiera desear y no había cuestión o
curiosidad a la que no respondiesen, y sin embargo, toda noticia sobre un lugar remitía la
mente del emperador a aquel primer gesto u objeto con el que Marco lo había designado. El
nuevo dato recibía un sentido de aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema un
sentido nuevo. Quizá el imperio, pensó Kublai, no es sino un zodiaco de fantasmas de la
mente.
—El día que conozca todos los emblemas— preguntó a Marco— ¿conseguiré al fin
poseer mi imperio?
Y el veneciano: